Tuesday, October 31, 2017

El repensarlo todo.

A manera de aforismos en referencia a la brevedad, pero no pretendiendo sean oraciones cortas en rollo verdad cerrada a discusión, lo siguiente:

Después de cuatro meses de no trabajar, regresar a la vida laboral me deja una sensación picante que apenas a esta edad me hace entender, en apariencia, cuál parte de trabajar es la que me gusta que suceda. Lo quisiera explicar lo más detallado posible hoy 2017 para regresar aquí en 2020 y sentir el calor en el pecho que seguro habré de sentir cuando recuerde que esto lo escribí a tres metros de Aranza mientras ella intentaba leer su Kindle a la vez que encontrar una postura medianamente cómoda para su espalda y cuello con la gracia y ternura de quien es 70% movimientos para acomodarse y 30% leer su aparatito de ya no muy moda.

Estaba entonces en el choque abrupto del razonarlo todo, contra el abandonarse y pensar nada. En cuatro meses que estuve de paro, me enfrenté cada mañana al monstruo enorme que es la no rutina. La libertad diaria de hacer con el día lo que mejor pudiera hacer con él, y a la vez la certeza matutina de que al llegar la noche me lamentaría de no haber hecho nada. Calcularía que de los 120 días que tuve libres, habré dedicado unos 40 a cuestiones que realmente hicieron que valiera la pena, y el resto se lo dediqué a abandonarme a la suerte de lo que el día trajera. Y fue una verdadera lata.

En cambio, ahora que trabajo, las decisiones que debo tomar en comparación con las que tuve que tragar los 120 días anteriores son prácticamente nulas. Tengo un trabajo estable de 8 a 6 con un manualito comodísimo de acción que me lleva a la magnífica reducción diaria de ser sólo una rayita dentro un enorme diagrama de flujo.

Pero volvamos al tema de los 120 días previos de decidir racionalmente qué hacer y cómo hacerlo: mi rutina no existía, pero habían pequeños hitos diarios que delimitaron el resto de las cosas: verte ir, hacer la comida, verte regresar, prender la lavadora e irnos a dormir, y en medio de ellas un montón de mini-decisiones asfixiantes que no exagero cuando digo que dolían: "¿hoy veo a mamá?", "¿camino fuera o hago ejercicios tontos aquí, o no hago nada y ya?", "¿me postulo a este empleo o de todos modos ni iré a entrevista?", "¿veo televisión o juego?", "¿necesito hacer algo diferente por mi, o pronto pasará algo ya?". Que, vistas desde los ojos de alguien que tiene una rutina establecida lucen como las decisiones más sencillas posibles, sin embargo desde adentro de la vida de alguien que no tiene nada qué hacer, eran cuestionamientos internos que dolían. Todos y cada uno dolían jodidamente. Dolían porque tocaba pensar, y ardían después porque al final eran bifurcaciones tan simples que encontrar problema en decidir hacían que uno se sintiera aún más carente de un matiz significante.

Y luego el hoy: la intuición alimentada de la racionalidad. La saludable certeza de que no porque cada acción no sea pensada a consciencia significa que uno actúe de manera irracional. Al contrario: el haber pensado y razonado con tanta regularidad los 120 días previos me desgastaron tanto moral y anímicamente que no puedo no pensar que el vivir una vida así es lo que sí sería irracional.

Esto por si un día se te antoja nuevamente no tener una rutina, Jonathan; yo te recomendaría regresar a este post y que sirva el escrito a manera de listón en la muñeca para que vayas y te compres uno de esos rompecabezas de 5,000 piezas.

(Yo en mi cabeza esto lo iba a escribir en líneas cortas pero al final no vi cómo enlazar nada, pero le dejo el párrafo de arriba dado que nadie debería anunciar cómo va lucir un texto porque al final se ofrece jazz y resulta que uno sólo se sabe reggaetones).